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CAPÍTULO XXII.EXPROPIACIÓN DE TIERRAS A LOS COMPLICADOS EN LA REBELIÓN Y A LA GRANDEZA
Los
sucesos de agosto deparaban al Gobierno la grande y anhelada ocasión de
fortificar a la República mediante purgas que saneasen el Ejército y los
organismos oficiales librándoles de aquellos núcleos contaminados de defección
al régimen. También por los sucesos el Gobierno adquiría patente de impunidad
para deshacerse de sus enemigos natos, a quienes por maniobrar en la sombra sin
dejar huellas no había sido posible eliminar por procedimientos legales. Todavía
más. El 10 de agosto situaba al Gobierno en una situación ventajosa en el
terreno parlamentario, permitiéndole recabar el apoyo de las minorías
republicanas reacias o desafectas que con su pasividad o con intrigas impedían
o retrasaban la labor legislativa, y que no se atreverían a rehusar sus votos,
si se les pedían en nombre de la salud del régimen.
El
Gobierno no podía desaprovechar tal oportunidad sin negarse a sí mismo y sin
defraudar a sus aliados y amigos, contentos al advertir que las cosas hubiesen
madurado de manera tan inesperada y admirable. Con la represión que debiera ser
ejemplar y escarmentadora, el Gobierno emprendería
desembarazado y decidido el anhelado y prometido programa revolucionario.
Como
arreciaba entre truenos de injurias la campaña contra la Guardia Civil, cuya
disolución pedían los partidos y la prensa extremista, el ministro de la Guerra
destituyó al director general, Cabanellas, y en virtud de otro decreto disolvió
el 4.° Tercio de la Guardia Civil (Sevilla), primer paso hacia la supresión del
Cuerpo.
Azaña
escribe en sus cuadernos: «He llamado por teléfono al general Bedia para que
venga desde Logroño. Pienso hacerlo Inspector de la Guardia Civil, dependiente
en todo de Gobernación, porque voy a suprimir la Dirección General, especie de
castillo independiente con el que no se ha atrevido nadie hasta ahora... Pude
recibir (al general Bedia) a las nueve y media de la noche. Es un tipo muy feo.
Con esta pinta que tengo —le dice a Saravia—, creerán que carezco de dotes de
mando. Buena falta va a hacerle. Los caciques y mangoneadores de la Guardia
Civil están espantados con la supresión de la Dirección. Nunca lo hubieran
creído».
Un
decreto del Ministerio de la Guerra (14 de agosto) suprimía la Dirección
General de Carabineros. El artículo 2.° disponía: «Un general de brigada o de
división, ya sea del Ejército o del Instituto, ejercerá, con las atribuciones
propias de Inspector, las funciones inherentes a dicho cargo por lo que al
mencionado Instituto se refiere». Respecto a la Guardia Civil, ante las
exigencias de los ministros socialistas y radicales-socialistas, quedó
suprimida por decreto (17 de agosto) la Dirección General. Por el artículo 2.°,
«todos los organismos y servicios del Instituto de la Guardia Civil que no
resultaran suprimidos por el decreto se transferían al Ministerio de la
Gobernación». Se creaba una Inspección General, bajo las inmediatas órdenes
del Ministerio de la Gobernación.
Conforme se postergaba y disminuía a la Benemérita, se daba realce y preponderancia al Cuerpo de Guardias de Asalto. Un proyecto de Ley (24 de agosto) autorizaba para aumentar en 2.500 el número de guardias, más los correspondientes jefes, oficiales y clases. Para subvenir a las atenciones de estas nuevas fuerzas se concedía un crédito extraordinario por 7.951.319 pesetas. A la vez, la compañía de Asalto de Sevilla era disuelta, por haber demostrado negligencia, y sus componentes procesados. Las
Cortes conocían con carácter urgente (17 de agosto) un proyecto de ley de
expropiación de fincas rústicas. Los dos primeros artículos concretaban el
espíritu del legislador y decían así: «Artículo I.° Por disposición de esta ley y en consecuencia con el párrafo 2.° del artículo
44 de la Constitución, se acuerda la expropiación sin indemnización de todas
las fincas rústicas y Derechos reales, cualesquiera que sea su extensión y cultivo, que sean propiedad de cuantas personas
naturales y jurídicas han intervenido en el pasado complot contra el régimen,
ocurrido en los días 9, 10 y 11 del presente mes, y situadas en todo el
territorio de la República. Estos bienes, así como sus productos netos y
rentas, serán exclusivamente aplicados a los fines de la Reforma Agraria en
proyecto. Artículo 2.° Para la determinación de las personas naturales y
jurídicas afectadas por las disposiciones de esta ley el Ministerio de Justicia
dictará las disposiciones oportunas, para que una vez substanciados los
procesos abiertos por el motivo a que hace referencia el artículo anterior, se
remita a la Presidencia del Consejo de Ministros relación de las personas
declaradas reos de delito por acción directa, ayuda, complicidad,
encubrimiento, omisión deliberada o prueba indiciaria de su intervención
directa o indirecta en el mencionado complot».
Los
registradores de la propiedad deberán proceder, en un plazo de seis meses, a
inscribir a nombre del Estado, representado por la Inspección general de los
servicios social-agrarios, el dominio de las fincas confiscadas. Contra la
inclusión de fincas en el inventario no se daba otro recurso que el motivado en
errores materiales de identificación del propietario o de la propiedad.
El
proyecto, acogido por los gubernamentales con ovaciones y expresiones de gozo,
tenía tal alcance social y político, que las minorías quedaron confusas sin
saber cómo debían de reaccionar ante una ley tan insólita. La radical hizo
saber en una nota que la votaría «para proporcionar al Gobierno el apoyo que
éste necesitaba, pero reservándose estudiar el origen de los sucesos e
investigar el uso que el Gobierno hiciera de las excepcionales facultades que
la Ley le confería».
Sometido
el proyecto a discusión en las Cortes (día 18), Casanueva, de la minoría
agraria, defendió un voto particular en contra del proyecto. Le daba la
impresión de que el Gobierno había perdido los estribos. El proyecto
significaba la confiscación de bienes, y si las Cortes lo aprobaban se daría el
caso monstruoso de que las Cortes votaban contra la propia Constitución. El
diputado federal Franchy Roca lo calificó de
«anticonstitucional y antijurídico». «Es una pena, decía, que se va a imponer
a los que resulten autores de un delito en virtud de una ley dictada con
posterioridad a la perpetración de este delito, yendo contra un principio
esencial de la ley penal reconocido en el artículo 22 de nuestro Código penal.»
Y añadía: «Con todo el íntimo y acerbo dolor que a un viejo republicano ha de
causarle, me veo en la necesidad de votar en contra». Sánchez Ramón, como
preludio a las censuras que iba a exponer, estimó «que ante un crimen que
carece de precedentes es necesario que reaccione el poder con plena justicia».
Pero «si este proyecto de ley va a promover la expropiación de propiedad
rústica solamente contra las personas culpables en el complot por las
categorías de autor, de cómplice, de encubridor, de ayuda, de pruebas
indiciarias, entonces tened por cierta la prevención de que el contenido eficaz
de esa ley podrá resultar demasiado reducido; si por el contrario, esa lista de
personas a quienes afecta la expropiación se va a hacer, fuera del cauce y de
la garantía de una sentencia, por el Gobierno, entonces yo creo que la
ejecución de esta ley, dotando al poder ejecutivo de facultades de designación
personal de determinadas responsabilidades, es algo extremadamente peligroso,
mucho más cuando en ese proyecto las categorías de los que por él pueden ser
afectadas no son precisa y taxativamente las categorías de la ley». Para
Sánchez Román los dos fallos más graves del proyecto consistían en señalar como
culpables a «quienes hubiesen prestado ayuda a la subversión» o «resultasen
inculpados por una prueba indiciaria, algo tan inseguro e incierto que puede
llevar a la mayor de las injusticias». Aconsejaba al Gobierno que esperase a
que los Tribunales hubiesen juzgado a los culpables para exigirles el pago de
los daños causados, a la par que acelerase la discusión del proyecto de reforma
agraria contra las gentes poderosas. Los radicales, por la voz de Martínez
Barrio, aceptaban el proyecto desde el principio al fin. «Nuestro voto será
favorable, puesto que el Gobierno lo necesita para defender al régimen.» En elogio
hablaron Ortega y Gasset (Eduardo), Barriobero y
Balbontín. Veían al fin al Gobierno poseído del verdadero espíritu
revolucionario y a la República entregada en brazos del pueblo.
El
presidente del Consejo empezó por agradecer a Sánchez Román su actitud de
colaboración al Gobierno. El proyecto —añadió— «es eminentemente una obra
política y una satisfacción a la conciencia republicana española». El problema
no consistía en determinar la responsabilidad, individualizada por un juez, de
cada uno de los encartados en el proceso, porque, «además de estas personas
anda por ahí una clase social entera, enemiga declarada de la República, que
por alguno de sus representantes, más o menos destacados, ha cooperado
económica y personalmente a la operación con que ha pretendido derribar el
régimen. Estas gentes son las que hay que poner en condición de inermes contra
la República. ¿Cómo se ha de hacer esto? El Gobierno ha examinado la cuestión y
tiene la persuasión de que, dentro de la Constitución, amparándose en la
Constitución y con los requisitos parlamentarios que la Constitución pide, se
debe y se puede privar a estas gentes de los medios económicos que han puesto
en juego contra la República». «El artículo 44 de la Constitución autoriza a
las Cortes, mediante una ley especial, para expropiar sin indemnización y para
fines sociales toda clase de propiedades; y nosotros decimos: es una operación
de carácter social y político arrancar sus propiedades a los enemigos del
régimen, que no tiene nada que ver con la acción jurisdiccional de los
Tribunales de Justicia y que el Parlamento adopta en función legislativa y por
iniciativa del Gobierno, como una obra de Gobierno y de política. Ésta es la
verdadera característica del proyecto, no otra.»
«Que
es una función social se define por el destino de los bienes: por esta razón el
proyecto limita la expropiación sin indemnización a los bienes rústicos, porque
son esta clase de bienes los que pueden ser invertidos en función de utilidad
social, en armonía con la Ley Agraria.» «No traemos —añadía Azaña— un proyecto
de programa de gobierno; pero en el programa de éste y de todos los Gobiernos
republicanos posibles está como artículo primero la defensa del régimen, y no
habrá ningún partido en estas Cortes, en las de mañana o en las de pasado que,
ante una situación como la actual, se desdeñe de adoptar medidas de esta
energía y rapidez. Es una obra de defensa de la República contra unas gentes
que se han hecho indignas de ser respetadas en sus derechos tal como hasta
ahora los han venido ejerciendo y a las cuales el Gobierno, con la colaboración
de las Cortes, quiere reducirlas, si es posible, a la impotencia. Porque no nos
engañemos: o nosotros, los republicanos, tomamos todas aquellas medidas que conduzcan
al desarme de las cabilas monárquicas que se alzan contra nosotros, o son las
cabilas monárquicas las que con nosotros acaban... Ésta es la situación que hay
planteada en España, y desconocerla es tener ganas de perder el tiempo y dejar
que la República se nos vaya de entre las manos.»
«¿Argumentos
contra el proyecto?, preguntaba el jefe del Gobierno. Se pueden improvisar a
docenas. ¡Ah! ¿Pero es que estamos en esa situación ahora? Estamos en pie de
guerra, señores diputados (los diputados, puestos en pie, ovacionan al orador.
Varios diputados vitorean a la República. El socialista Álvarez Angulo grita:
¡abajo la juridicidad!) Si el Gobierno no admite nada que pueda desvirtuar el
proyecto, está dispuesto a admitir, en cambio, propuestas como la del señor
Sánchez Román, que pueden darle una extensión, una eficacia, un contenido que
tal vez la precipitación con que lo hemos redactado haya impedido que en él
existan.»
«Había
ido a la sesión —escribe Araña— sin pensar argumento ninguno para el discurso,
y en espera de lo que allí ocurriera. Lo tomé por el lado político e improvisé
una arenga que las Cortes recibieron con aclamaciones delirantes. El asunto
estaba ganado.» Así ocurrió, en efecto. Sánchez Román desistió de presentar una
propuesta escrita y el proyecto fue aprobado por 262 votos contra 14, por
mayoría absoluta como lo exigía la Constitución.
Gil
Robles, jefe de Acción Popular, no pudo asistir a la sesión que aprobó la
confiscación de bienes. En aquel momento se hallaba ocupado en visitar a los
amigos políticos presos «injustamente, pues ninguno de ellos tomó parte en el
movimiento militar, cuya condenación reiteraba». Acción Popular, en una nota,
repetía «sus postulados de lucha legal y del ejercicio eficaz y correcto de los
derechos políticos en oposición a todo acto de violencia». Sin embargo, añadía,
«tampoco quiere ni debe callar que la restricción, y aun la total interdicción
de derechos políticos tan primarios como los de asociación, reunión y libertad
de propaganda oral y escrita, son causas de que gentes vehementes pierdan por
entero la fe en la virtualidad de esas prácticas ciudadanas y la pongan en
procedimientos de fuerza, fuera de la ley». Por todo lo cual pedía al Gobierno
«amplias garantías y firme respeto para personas y colectividades que saben
encuadrar dentro de la ley una convicción y una conducta de oposición política
tan enérgica como leal». Estas apelaciones al Derecho no surtían ningún efecto.
*
* *
Había
que acelerar la marcha de la revolución y no detenerse. El Gobierno,
bamboleante y muy apurado en los primeros días de agosto, veía otra vez a su
lado, formando el cuadro en su defensa, a las huestes parlamentarias ayer
hostiles o desertoras. Los dos proyectos gubernamentales más considerables, el Estatuto
y la Reforma Agraria, que fueron terreno pantanoso en donde el Gobierno, dos
semanas antes, se hundía sin remedio, reaparecieron en las Cortes y fueron
aceptadas por todas las fracciones republicanas como leyes esenciales para la
salud del régimen. El Gobierno se sintió fortalecido y pudo mirar confiado al
futuro. «La República es inconmovible —decía Azaña —, y aunque se hubiesen
levantado todas las guarniciones de España, no la derribarían, porque la
sostiene el pueblo.»
Se
acabaron las discusiones interminables, las enmiendas, los votos particulares.
La máquina parlamentaria, transformada en una rotativa velocísima, producía
legislación a granel. Los diputados tenían poco que decir y menos que oponer en
los asuntos que el Gobierno sometía a su aprobación con la previa advertencia
de que eran indispensables para la vida del régimen. Leído por el presidente
del Consejo (día 12) un proyecto sobre separación de funcionarios civiles y
militares del servicio, quedó convertido en ley en el acto. El proyecto decía:
Articulo I.° Se autoriza al Gobierno para separar
definitivamente del servicio a los funcionarios civiles o militares que
rebasando el derecho que les otorga el artículo 41 de la Constitución realicen
o hayan realizado actos de hostilidad o menosprecio contra la República.
Artículo 2.° Las sanciones establecidas en el artículo anterior serán
igualmente aplicables a los funcionarios de cualquier orden y categoría que se
hallen adscritos al servicio de empresas u organismos que tengan relación
directa con el Estado».
La discusión de los artículos del Estatuto catalán resultó después del 10 de agosto labor sencilla y sin complicaciones, y a partir del artículo 9, que se aprobó en la sesión nocturna del día 10 por 125 votos contra 34, todos los demás salieron felizmente con celeridad pasmosa. El mismo trato de favor mereció la Reforma Agraria. La Base V, en torno a la cual se había librado batalla durante un mes, quedó en franquía por 161 votos contra siete. Dicha Base V determinaba las tierras susceptibles de expropiación, y fueron hasta entonces tan dispares los criterios de los distintos grupos componentes de la Cámara, que la avenencia se consideraba imposible. Por no haber terminado el estudio de las bases VIII, IX y X, se puso a discusión la XI (26 de agosto) sobre la formación del censo de campesinos que podían ser asentados en cada término municipal, y en la misma sesión quedó aprobada. En una sola sesión (día 30) se aprobaron las bases VI (fincas exceptuadas de la adjudicación temporal y de la expropiación urgente); IX (bienes que pueden ser objeto de expropiación temporal para anticipar los asentamientos, en tanto su expropiación se lleve a cabo); X (organización de las Juntas provinciales agrarias); XIII (sobre la validez y subsistencia de las concesiones establecidas con arreglo a las disposiciones de la Ley Agraria, inmodificables por la transmisión cualquiera que sea su título de la propiedad a que afecte); XIV (la posesión de las tierras objeto de asentamiento se realizará por las Juntas provinciales mediante acta); XV (el Instituto Agrario abonará los gastos realizados en las labores preparatorias por los explotadores de las fincas que han de ser ocupadas). Las bases XVI, XVII y XIX quedaron aceptadas (31 de agosto) tal como la Comisión las redactó. También sin discusión se aprobaron (7 de septiembre) las Bases VII, XXIII y XXIV. Se
acercaba a su final la discusión de la Reforma Agraria cuando el diputado de
Acción Republicana Luis Bello (8 de septiembre) propuso una ampliación a la
base V de la Reforma, la referente a expropiaciones, mediante una enmienda
redactada en los siguientes términos: ¡Quedarán sujetos a expropiación los
bienes rústicos de la extinguida nobleza. Únicamente se indemnizará a quien
corresponda con el importe de las mejoras útiles no amortizadas todavía que se
hayan realizado en el feudo. Las personas que resultaran expropiadas con
arreglo a esta base tendrán derecho a reclamar una pensión, si demuestran que
no tienen medios de otra naturaleza».
La
oposición al proyecto por parte de algunos sectores republicanos fue sólo
simbólica, pues la mayoría de la Cámara no había perdido su calentura
revolucionaria. Los radicales estimaban la enmienda incongruente, pero estaban
dispuestos a votarla, porque el Gobierno la consideraba indispensable para la
defensa de la República. El jefe de los agrarios la calificaba de
anticonstitucional, y Ossorio y Gallardo de peligrosa y grave, porque además de
dar lugar a injusticias, sentaba un precedente que podía conducir el régimen a
una República de clase. Para Santiago Alba la expropiación de fincas era un
atropello, pues muchas de ellas estaban legítimamente adquiridas. A todos los
objetores contestó el jefe del Gobierno. «Evidentemente —dijo— estamos ante un
proyecto de ley, ante un texto legal sumamente grave, importante y de carácter
eminentemente revolucionario. Es quizá uno de los actos más audaces que las
Cortes han realizado o van a realizar. No podemos negarlo ni debemos negarlo.
Necesitamos tomar una disposición de esta importancia y de esta gravedad y de
esta audacia para dar una vez más la impresión y la realidad de que la
República avanza resueltamente por el camino de la revolución que la ha dado a
luz.» «No es, por tanto, posible adoptar una medida profundamente reformadora
en el orden económico sin que un número de personas o una clase social resulten
perjudicados. Digamos —añadió— las cosas como son: para hacer la revolución que
nosotros estamos en trance de realizar es indispensable que alguien padezca, no
por el gusto sádico de hacerles padecer, sino porque la consecuencia fatal de
medidas justas, políticamente, es la de causar daño y perjuicio a las personas
que nosotros no tenemos en contemplación ni a la vista cuando tomamos estas
medidas; es la consecuencia fatal de esas medidas mismas.» Respondía a Ossorio
y Gallardo, cuando explicaba el concepto que tenía de la revolución: «una obra
de reconstrucción de la sociedad española; una demolición de todas las partes
viejas de la sociedad española; una destrucción de todo lo podrido, de todo lo
nocivo y arcaico de la sociedad o del Estado español, para, sobre estas ruinas,
mejor dicho, despojado de ellas el solar nacional, construir una sociedad nueva
desde los cimientos... Y eso no se puede conseguir sino desgajando, deshaciendo
las vinculaciones de propiedad territorial existentes en España, desde muchos o
desde pocos siglos, me es igual». «Yo estoy persuadido de que si queremos hacer
la revolución en España, y no dejarla sólo escrita en la Gaceta, es
preciso llegar al subsuelo de la sociedad española, y ahí colocar la piedra
angular de nuestro edificio del porvenir, guste o no guste; no tenemos la
pretensión de ser agradables a todo el mundo; pero queremos hacer la República
según nuestro corazón y nuestros deberes y según los deseos del pueblo español.
¿Que alguien padece en la contienda? ¡Yo que lo voy a hacer, señor! ¡También
hemos padecido nosotros cuando hemos sido gobernados tiránicamente, y hemos
sido vejados y maltratados en nuestros derechos y en nuestra vida personal!
El
orador pidió a los radicales que se asociaran cordialmente a esta obra de
Gobierno y de reconstrucción de la sociedad española y declaró que antes de
venir la propuesta a la Cámara había pasado por el Consejo de ministros. No
era, pues, una improvisación. El Gobierno había deliberado sobre la cuestión y
tenía adoptado su criterio, dándose cuenta de la responsabilidad y de la
gravedad del acuerdo. Una enmienda a la Base V
quedó aceptada con la siguiente aclaración: «Cuando se trate de propietarios de
bienes rústicos de la extinguida grandeza de España, cuyos titulares hubiesen
ejercido en algún momento sus prerrogativas honoríficas, se les acumularán,
para los efectos de este número, todas las fincas que posean en territorio
nacional».
Para
las expropiaciones se fijaron en la Base VIII las siguientes normas: «Cuando se
trate de bienes pertenecientes a la extinguida grandeza de España únicamente se
indemnizará a quien corresponda el importe de las mejoras y útiles no
amortizados. El Consejo de ministros, a propuesta del Instituto de Reforma
Agraria, podrá acordar las excepciones que estime oportunas como reconocimiento
de servicios eminentes prestados a la nación». Esta aclaración se hizo como
consecuencia de una reclamación de los herederos del duque de Wellington y de
Ciudad Rodrigo, cuyas posesiones en España, constituían la recompensa por su
brillante intervención en la guerra de la Independencia. Los herederos habían
tramitado su petición por conducto de la Embajada británica.
La
expropiación de bienes se conceptuó como la más audaz de todas las leyes
revolucionarias aprobadas hasta entonces, adoptada, según sus autores y
panegiristas, en el momento psicológico más adecuado, cuando la oposición
estaba enmudecida y paralizada por el terror. «La medida introducida a última
hora en la Reforma Agraria es de una extraordinaria gravedad, escribía el
diario Ahora. Es una medida típica de Comité de Salud Pública que al año
y medio de República resulta injustificada. La propia Reforma Agraria es ya una
medida de carácter revolucionario, muchos de cuyos principios difícilmente se
armonizan con el Derecho vigente. Pero la nueva medida significa una agravación
en cuanto que la expropiación se hace sin derecho a indemnización alguna. Al
menos, en la Reforma Agraria se toma como criterio básico la condición de las
tierras, sin pensar nada en la persona del propietario. Pero en la nueva medida
la misma suerte correrán las fincas heredadas que las adquiridas a título
oneroso, las abandonadas que las cultivadas con esmero. Añádase a esto la
presunción que se establece de que toda una clase —la de los grandes de España—
ha intervenido en el último complot, con lo cual se da el mismo trato a los que
han tomado parte activa en el movimiento que a los que se han mantenido
discretamente apartados.» «El acuerdo del Parlamento, decía El Socialista,
es una determinación revolucionaria con equivalente sólo en Méjico y en Rusia,
aun aceptadas las diferencias de rigor».
Los
extremistas la censuraron por incompleta, pues, a su entender, la expropiación
debía abarcar no sólo a la grandeza, sino a toda la nobleza y también a los
grandes terratenientes. El director general de Propiedad, Jerónimo Bugeda, valoró las tierras expropiadas sin indemnización
entre trescientos y cuatrocientos millones de pesetas. Sólo el valor de las
tierras del duque de Medinaceli —dijo— representan unos cuarenta millones de
pesetas. Todo esto sin contar lo confiscado a los sancionados por su participación
en el complot, calculado en unos cincuenta millones de pesetas.
La Gaceta publicó (16 de octubre) la lista de Grandes de España afectados
por la ley de expropiación. En total eran 390, clasificados así: 127 duques,
174 marqueses, 78 condes, una vizcondesa, un barón, los señores de Casa de
Lazcano y de la Casa de Rubianes, tres grandes sin denominación, y cuatro
ciudadanos extranjeros. Figuraban desde los títulos más antiguos, como los de
Alba, Infantado, Medinaceli, Solferino, Gandía, Alburquerque, Santa Cruz y
Osuna, hasta aquéllos más modernos, como los marquesados de Comillas y
Valdecilla, con los que se había premiado la magnanimidad y la filantropía, y
los de abolengo político como Canalejas, Cánovas del Castillo y Maura.
*
* *
Había
sonado la hora de las delaciones. Los exaltados que veían enemigos del régimen
en todas partes se dedicaban a denunciar la presencia de supuestos traidores
instalados en organismos oficiales o de peligrosos conspiradores en sociedades
o negocios, aunque fuesen privados. En provincias se encargaban de estimular
el celo de gobernantes y alcaldes, para que velasen por la integridad y pureza
republicanas. Víctimas preferidas de este celo eran los párrocos y sacerdotes,
pues no había función religiosa que no ocultase intención política, ni misa sin
indulgencias monárquicas. Los jueces, obedientes a órdenes superiores, removían
denuncias o procesos olvidados por supuestas injurias o calumnias al Gobierno y
al régimen y con este pretexto encarcelaban a oradores o escritores desafectos
a la República: por este recurso ingresaron en la cárcel de Gijón el conde de
Vallellano y el abogado Cirilo Tornos Laffitte; en la
de Madrid, el escritor Honorio Maura y el duque de Fernán Núñez; en la de
Sevilla, Antonio Rodríguez de la Borbolla; en la de Barcelona, el Archiduque de
Austria, Carlos de Habsburgo y Borbón, y así varios centenares.
«En
Valladolid parece que los jonsistas, o por lo menos
algunos de ellos, estuvieron algún tanto ligados a los sucesos, y Onésimo
Redondo emigró a Portugal, donde permaneció catorce meses».
De
nada le valió a Acción Popular su acatamiento al régimen y el haber sido ajena
en absoluto al complot. Sus centros fueron clausurados y sus directivos
perseguidos, sin que les salvara su reiterado acatamiento al poder constituido.
Gil Robles se multiplicaba para acudir en auxilio de sus correligionarios
encarcelados. En Sevilla, donde la Junta directiva de Acción Popular fue
detenida, Gil Robles repitió una vez más que su partido había permanecido al
margen de los sucesos. «Hace cuatro meses, dijo, cuando comenzó a rumorearse lo
que iba a ocurrir, advertí por carta a los correligionarios de Sevilla que se
abstuvieran de secundar el movimiento, y los afiliados de Acción Popular, el
día 10, a las siete de la tarde, acordaron no prestar ninguna ayuda a la rebelión.
Aquel mismo día, el general Sanjurjo, por oficio, requirió a los señores Sarasúa y Camacho Baños para que se encargaran del Gobierno
Civil de la provincia y de la alcaldía de Sevilla. Ambos declinaron el
ofrecimiento, pues los Estatutos de Acción Popular les impedían acatar otro
poder que el constituido.»
Los registros y detenciones estaban a la orden del día en muchas localidades, y como las cárceles resultaban pequeñas para contener a los innumerables detenidos, hubo que habilitar locales para prisiones. Nota curiosa fue el registro en el domicilio del conde de Romanones, donde se encontraron unas escopetas de caza, a la que era gran aficionado, lo cual dio origen a un proceso por tenencia ilícita de armas. Depuración rigurosa pedían los periódicos gubernamentales y repetían en las Cortes los amigos del Gobierno, para exterminar las plagas que corroían a la República desde su nacimiento. Componían dichas plagas los enemigos emboscados en los escalafones, los saboteadores disfrazados de servidores leales, los ayer monárquicos que decían acatar al régimen pero otra les quedaba dentro. Las podas efectuadas hasta ahora pecaban de generosas y tímidas. Eran necesarias otras, implacables, con hacha de abordaje para extirpar todo lo podrido. El
ministro de Agricultura publicó la primera lista con catorce funcionarios de
su departamento separados del servicio por desafectos al régimen y anunciaba
otras relaciones de cesantes. El ministro de la Guerra dejó disponibles
forzosos en menos de quince días a cerca de trescientos jefes y oficiales del
Ejército; destituyó por telégrafo al general La Cerda, jefe de la 7.a División; ordenó la prisión y proceso del general González, jefe de la 2.a
División, y separó del Ejército con carácter definitivo a los generales Ponte y
Manso de Zúñiga y Barrera. «Vamos a jubilar muchos jefes de la Guardia Civil y
a reformar las plantillas», escribía Azaña. Y más adelante añadía: «Viene el
ministro de Marina, llamado por mí, y le explico el plan de reorganización de
la Aeronáutica. Giral, influido por los marinos, se estremece ante la reforma,
que contrariará mucho a los señores del ancla. He dejado disponible a otro
teniente coronel del E. M. C., Galarza (Valentín), íntimo de Sanjurjo y de
Goded, y que fue hasta el advenimiento de la República uno de los grandes
mangoneadores del Ministerio. Galarza es muy inteligente, capaz y servicial.
Escurridizo y obediente. Pero decididamente está del otro lado. En la causa no
aparece nada contra él. Sin embargo, es uno de los más peligrosos. También he
echado del Ministerio al teniente coronel Tudela, que estaba al frente del
primer negociado.»
Zulueta
leyó en la Cámara (3o de agosto) el proyecto de ley reorganizando los
servicios diplomáticos y consulares. En virtud del artículo primero, «podían
ser jubilados los funcionarios del cuerpo, cualquiera que fuese su edad y su
situación, a sus instancias o por resolución del Gobierno, adoptada en Consejo
de ministros a propuesta del de Estado». Por el artículo sexto del proyecto, el
ministro de Estado podía «nombrar eventualmente para desempeñar el cargo de
ministros plenipotenciarios de primera clase a personas ajenas a la carrera».
El proyecto de ley sobre jubilación de funcionarios del ministerio de Estado
quedó aprobado el 7 de septiembre y días después se publicaba la primera
relación de separados definitivamente del servicio: la lista comprendía siete
embajadores y treinta y nueve plenipotenciarios y secretarios de embajada.
Por
su parte, el ministro de Justicia presentaba a las Cortes (2 septiembre) un
proyecto de ley sobre jubilación de los funcionarios de la carrera judicial y
fiscal, que aprobado sin discusión tendría como primera consecuencia la
jubilación forzosa de más de cien magistrados, jueces y fiscales, sospechosos
de monarquismo, de frigidez republicana o acusados por haber prestado servicio
en tiempos de la Dictadura. En el artículo primero se decía: «sin perjuicio de
lo dispuesto en la ley orgánica del Poder judicial y en el Estatuto del
Ministerio fiscal, podrán ser jubilados, cualquiera que sea su edad, a su
instancia o por resolución del Gobierno, todos los jueces de instrucción,
magistrados y funcionarios del Ministerio fiscal». En el artículo 7.° se concedía
un plazo de veinte días para solicitar la jubilación, y «transcurrido dicho
plazo, el ministro de Justicia podrá proponer al Consejo de ministros la
jubilación forzosa de los funcionarios comprendidos en esta ley». El acuerdo
del Consejo era ejecutivo y «contra él cabía únicamente el recurso de súplica
ante el propio Consejo de ministros, recurso que habría de interponerse en un
plazo de cinco días». El verdadero espíritu de la ley podía deducirse de los
fundamentos en que se basaron algunas jubilaciones: a varios magistrados se les
separó del servicio por haber sido gobernadores con la Dictadura de Primo de
Rivera, a otro por haber expresado ideas contrarias al régimen durante un viaje
por tren, a un tercero por haber alojado en su domicilio, sito en el Palacio de
Justicia de Zaragoza, a un familiar suyo jesuita y a otro religioso de mayor
jerarquía dentro de la Orden.
La
minoría de Acción Republicana se había reunido (2 de septiembre) para estudiar
una propuesta firmada por los diputados Ruiz Funes y Mirasol sobre medidas a
adoptar por parte del Gobierno, conducentes a depurar todos los órganos de la
Administración pública; aprobada por unanimidad, se acordó darla a conocer a
las otras minorías ministeriales y recabar su apoyo para presentarla a las
Cortes como propuesta de la mayoría.
Pero,
¿cuál era el pensamiento íntimo de los depuradores? ¿Creían en la eficacia de
aquella labor? Azaña contestaba con estas palabras: «Los sucesos del 10 de
agosto me han quitado no pocas ilusiones respecto del porvenir del Ejército. Si
el mal fuese incurable, no podremos tener Ejército respetable, y sin un
Ejército moderno, ¿a dónde va uno con España por el mundo, tal como están las
cosas? Algunos toman pie de los sucesos del 10 de agosto para decir que mi
política militar ha fracasado. Serán probablemente los mismos que hace unos
meses aplaudían a rabiar, diciendo que ya eras imposibles las militaradas.
Se imaginaban, sin duda, que sacar del Ejército a 10.000 oficiales, separar del
Estado Mayor General a más de cien generales, reducir las plantillas a la mitad
y dejar paralizadas muchas carreras brillantes, además de segar los privilegios
de los «príncipes de la milicia», era una operación que no tendría riesgos ni
peligro y que todos se iban a aguantar. Estos sucesos hemos estado viéndolos
venir desde el 14 de abril mismo. Si no se han producido antes es porque no
creían tener ambiente en el mundo político; pero la propaganda de estos últimos
meses, no sólo de A B C y El Debate, sino los discursos de
Lerroux y algunos artículos de Ortega, así como los estímulos de Melquiades,
habían hecho creer a estas gentes que el país estaba contra nosotros y que
España «se alejaba al galope de la República», como escribió Ortega.»
*
* *
La
operación más importante en el repertorio de sanciones corrió a cargo del
ministro de la Gobernación y consistió en la deportación a Villa Cisneros de
145 complicados o sospechosos de haber participado en los sucesos de agosto.
Villa Cisneros se encuentra a unos dos mil kilómetros de Madrid, en el África
Occidental, confinando con nuestra colonia de Río de Oro. El día 11 empezaron a
salir expediciones de deportados desde las cárceles y prisiones de Madrid y
provincias donde se encontraban, para ser concentrados en Cádiz en las bodegas
de un barco anclado en aquel puerto, el «España número 5», viejo navío que
había pertenecido a la flota comercial alemana, del cual se incautó el Gobierno
español, con otros de la misma nacionalidad, en compensación a los barcos
españoles hundidos por submarinos alemanes durante la guerra de 1914. Se le
utilizaba para transportar a los puertos africanos ganado, mercancías y
material de guerra.
El
día 20 de septiembre quedó completo el heterogéneo pasaje del buque. La mayoría
de los confinados eran jefes y oficiales de todas las Armas; la aristocracia
estaba representada por títulos encumbrados y linajudos; del estado llano había
propietarios, abogados, empleados, estudiantes, ingenieros y agricultores.
Casares Quiroga no quiso privar a los deportados de asistencia espiritual e
incorporó a la expedición al canónigo de Málaga Andrés Coll Pérez, el cual
nunca pudo saber el motivo por el que se le impuso el destierro. El día 22 de
septiembre zarpó el barco y fondeó en la bahía de Río de Oro el 27. Lo mandaba
Virginio Pérez y Pérez.
Los
pasajeros hicieron el penoso viaje en la bodega del viejo buque, transformada
en cárcel.
La Prensa representativa de los sectores de opinión
contrarios al Gobierno, suprimida por éste a raíz de los sucesos, reapareció
escalonadamente. El 17 de septiembre reanudaron su publicación El Siglo
Futuro, portavoz de los tradicionalistas, y El Diario Universal, órgano del partido liberal que acataba la jefatura del conde de Romanones.
Ambos Infantería, Madrid; Jaime Miláns del Bochs, capitán de Caballería, retirado, Madrid; José
Martínez Valero, comandante de Artillería, retirado; Joviano Guitón García,
teniente de Caballería, retirado, Aranjuez; José Berrocal Carlier,
comandante de Infantería, disponible, Madrid; Leopoldo Trénor Pardo de Dombeum, teniente de Caballería, retirado,
Madrid; José María Méndez Vigo Rodríguez del Toro, teniente de Artillería,
retirado, Madrid; Luis Loño Acquaroni,
comandante de Infantería, retirado, Madrid; Carlos Gutiérrez Maturana,
comandante de Caballería, retirado, Madrid; Agustín Crespi de Valdaura, teniente de Caballería, retirado, Madrid; Luis
Ponte y Manso de Zúñiga, comandante de Caballería, retirado, Madrid; Emilio
Abarca Millán, capitán de Infantería, retirado, Madrid; Joaquín Crespi de Valdaura y Caro, marqués de Las Palmas, capitán de
Caballería, Madrid; Ricardo Fernández García de Vinuesa, capitán de Caballería
de complemento Madrid; Fernando Cobián y Fernández de Córdoba, comandante
administrativo de la Armada, Madrid; Luis Díaz de Rivera, capitán retirado,
Madrid; José López García, capitán retirado; Gabriel Pozas Perea, comandante de
Infantería, Vitoria; Aniceto Ramos Charco-Villaseñor, capitán de Ingenieros,
disponible, Madrid; Miguel Morían Labarra, capitán
retirado, Madrid; Ricardo Uhagón Ceballos, capitán de
Caballería, Madrid.
Enrique Sánchez Ocaña del Campo, capitán de Caballería,
Madrid; Félix Valenzuela Hita, capitán de Infantería, Guadalajara; José Serrano
Rosales, capitán de Caballería, disponible, Madrid; Jaime Arteaga Falguera, teniente de Ingenieros, Madrid; Ernesto Fernández
Maqueira, comandante de Caballería, disponible, Alcalá; Antonio Sáiz Fernández, capitán de Caballería, Alcalá; Manuel
Fernández Silvestre Duarte, capitán de Caballería, Madrid; Nemesio Martínez
Hombre, capitán de Caballería, Madrid; Juan Delgado Mena, capitán de
Infantería, retirado, Ciudad Rodrigo; jesús Clemente
Alonso, capitán de Caballería, retirado, Alcalá; Luis Valderrábano Aguirre, teniente de Caballería, Alcalá; José Vallejo Peralta, teniente de
Caballería, Alcalá; Francisco Manella Duquerque, teniente de Caballería, Alcalá; Enrique Bargas Pozurama, teniente de
Caballería, Alcalá; Daniel Alós Herrero, teniente de Caballería, Alcalá;
Antonio Santacruz Bedía, teniente de Caballería, Alcalá; Marcelino López
Sánchez, teniente de Caballería, Alcalá; Alfonso Gómez Pineda, teniente de
Caballería, Alcalá; Alvaro Soriano Muñoz, teniente de
Aviación, Madrid; Horacio Moréu Hurtado, teniente de
Caballería, Alcalá; Juan de Ozaeta Guerra, comandante de Infantería, retirado,
Madrid; Enrique Mellado y Mellado, teniente de Caballería, Alcalá; César Moneo Ranz, comandante de Caballería, retirado, Alcalá; José
María García Landeira, teniente de Caballería, Alcalá; Rafael juzgaron prudente
guardar silencio sobre lo sucedido. El Debate salió el 8 de octubre. Y
en su editorial, bajo el título: «Reafirmación de un credo y una conducta»,
escribía: «Con absoluto respeto a las personas, más rendido para quienes sufren
y padecen, pero con cristiana libertad de pensamiento y de palabras, debemos
expresar nuestro juicio acerca de los sucesos del 10 de agosto, y casi huelga
decir que, rotundamente y sin mínima reserva, condenamos el complot que aquel
día estallara. Veníamos condenando desde mucho antes cualquier temperamento de
violencia. Hemos sido y López Heredia, teniente de Caballería, Alcalá.
Pedro Sarrais Llaseras,
teniente de Caballería, Alcalá; Iñigo de Arteaga Falguera,
capitán de Estado Mayor, Madrid; Capitolino Enrílez López de Moría, teniente de Ingenieros, retirado, Sevilla; Isidro Cáceres Ponce
de León, comandante de la Guardia Civil; Alfonso Barrera Campos, capitán de
Infantería, retirado, Madrid; Juan Roca de Togores Caballero, capitán de Estado
Mayor, retirado, Madrid; Joaquín Barroeta Pardo, capitán de Caballería,
retirado, Madrid; Francisco Ansaldo Be- jarano, auditor del Cuerpo Jurídico
Militar; Benito González Unda, comandante, retirado,
Guadalajara; Ángel Mora García, alférez de Ingenieros, retirado, Guadalajara;
Carlos Casademunt Roig, teniente de Caballería;
Baltasar Gil Marcos, capitán de Caballería, retirado; José Malcampo Fernández, marqués de San Rafael, conde de Jólo,
vizconde de Mindanao, comandante; Agustín Caro Ve-larde, teniente de
Caballería; Carlos Gonzalo Rucker, capitán de
Caballería; Luis Cabanna Valle, capitán de
Caballería; Julio Pérez, capitán de la Guardia Civil; Manuel Rodríguez
González, ingeniero de Minas, Madrid; José Gómez Fernández, industrial, Madrid;
Ricardo Duque de Estrada Varerrera, donde de la Vega
del Sella, abogado, de Llanes; José Goitia Machimbarrena, marqués de los Álamos
del Guadalete, ingeniero de caminos, Madrid; Teodoro Aguilera Blanco, Madrid;
Mauricio López del Rivero y Gutiérrez, abogado, Madrid; Antonio Cano Sánchez Pastor,
empleado, Madrid; Fernando Roca de Togores Caballero, marqués de Torneros,
propietario, Madrid; Javier González de Amezúa Noriega, abogado, Madrid.
Adolfo Gómez Sanz, médico, Madrid; Fernando González Aguilar,
propietario, Madrid; Francisco Suárez Elcort,
escritor, Madrid; Gonzalo Valera Ruiz del Valle, militar, Madrid; Ángel Puerta
de la Torre, estanquero, Madrid; Francisco Mintegui Zarauz, radiotelegrafista, Madrid; Mariano Alonso Montes, Madrid; Joaquín Pahisa López de Queralt, oficial de complemento, Madrid;
Santiago Matesanz Martín, industrial, Madrid; Mariano
Ruiz Ezquerra, Madrid; Francisco López Masip, Madrid;
Manuel López Martínez, Madrid; Emilio Retondo Febrer, abogado, teniente de Caballería, de complemento,
Madrid; Manuel González Jonte, propietario, Madrid;
Diego Zulueta y Queipo de Llano, conde de Casares, propietario, Jerez;
Francisco Mier Terán; Jaime Barbero, agricultor, Jerez; Luis Isasi González,
propietario, Jerez; Ángel García Riquelme, propietario, Jerez; Juan J.
Palomillo Jiménez, concejal, Jerez; Luis Pereira Darnell,
capitán de Infantería, Cádiz; Lorenzo Díaz Prieto, comandante retirado,
Valencia; Andrés Coll Pérez, canónigo, Málaga; Agustín Cabeza de Vaca y Ruiz
Soldado, marqués de Crópani, Málaga; Rafael Pérez de seremos
los paladines de la lucha legal y del acatamiento a los Poderes constituidos,
ante todo, por razones morales. Respetamos otros criterios, pero nosotros
creemos que la rebelión, propiamente dicha, es ilícita. Esa creencia encuentra
firme e inequívoca corroboración en multitud de textos de León XIII. La
Pastoral colectiva de los prelados españoles, publicada precisamente a poco de
instituida la segunda República, nos alecciona con las mismas doctrinas... No
estábamos en el secreto de la conjura. Desconocíamos pensamientos y propósitos
de los conjurados. Aun «a posteriori» es difícil desentrañarlos, porque Sevilla
y Madrid, y quienes en una y otra ciudad fueron protagonistas de los sucesos,
parecían responder a espíritu y designios diferentes. Mas lo que ahora puede
colegirse de todo ello obliga a pensar que la contrarrevolución hubiera llevado
a la vida pública española a una situación peligrosísima. El manifiesto de
Sevilla habla de entregar la suerte de la nación a las deliberaciones y
acuerdos de unas nuevas Cortes. ¡Mal remedio de los males presentes!... Al
hablar así exponemos con lealtad una convicción y no para acumular motivos de
recriminación contra nadie. Respetamos, sobre todo, a quienes se jugaron la
vida y a quienes sacrificaron hacienda y bienestar a una convicción defendida
con abnegado desinterés... Mas las consecuencias de sus yerros son las que
apuntamos. A pesar de todo, y de su triunfo, el Gobierno no puede ni debe estar
satisfecho. El complot, a lo que parece, tenía muy extendidas raíces. Sin duda,
no todas salieron al exterior... como suele ocurrir, y ello constituye otra de
las causas por las que, casi invariablemente, fracasan complots como el
pasado. Es un hecho que en el complot no faltaron republicanos entreverados
con los monárquicos. Hubo conjurados que no iban contra un régimen ni contra un
Gobierno ni contra la República, sino contra los hombres que la dirigen y
administran... Ni siquiera tiene esta observación el mérito de la novedad; los
diarios extranjeros más perspicaces la han anticipado... y el ministerialismo
de la Prensa no suspendida ha cuidado de que no sean conocidas del público
español». La revista Acción Española, el más prestigioso laboratorio del
pensamiento monárquico, reanudó su publicación el 16 de noviembre, y en su
editorial decía con respecto a los sucesos de Agosto: «Nosotros, partidarios
del mando único, de la tradición, de la autoridad, de la organización
corporativa y enemigos del parlamentarismo demo-liberal, podíamos embarcarnos
en una empresa de confusa ideología política, si bien, hay que reconocerlo
sombrero en mano, abanderada bajo el más puro y el más ardiente de los
españolismos». Explicaba los hechos que motivaron los levantamientos del 10 de
agosto. Figura preeminente de ellos —añadía— se reveló el teniente general
marqués del Rif, quien, «víctima de sus nieblas políticas, ha sido en ésta y en
otra ocasión memorable el personaje más en vista, sobre el que con más ahínco
se han clavado las miradas de millones de españoles. Mucho lamenta Acción
Española que el primer soldado del régimen hundido el 14 de abril de 1931,
aquél a quien, muerto el general Primo de Rivera, debían más España y la
Monarquía, se encuentre hoy entre los muros de una celda de presidio, víctima
de su arrojo caballeresco, pero víctima también de su confusa ideología, que le
extravió de los cansinos de la gloria».
Hasta
el 20 de noviembre no reapareció A B C, que fue entre todos los diarios
suprimidos el que sufrió más dura sanción. «Los que quieran conocer —escribía
en su editorial— nuestra invariable opinión, con Monarquía o República, sobre
los golpes de Estado, conspiraciones y sublevaciones militares, la encontrarán
en artículos de A B C de septiembre de 1923, diciembre de 1930 y,
últimamente, en mi editorial publicado semanas antes de nuestra suspensión, en
el que nos declarábamos enemigos del posible movimiento de que tanto se hablaba
y que, al fin, estalló en la madrugada del 10 de agosto. Sin embargo, y por
curiosa paradoja, hemos sido nosotros de los más perjudicados en formas
diversas con las consecuencias de la sublevación. Mas después del fracaso, que
ha costado vidas en flor y destruido la paz y bienestar de innumerables
familias, no sería noble comentar con argumentos de convicciones ya
públicamente enunciados, y menos de daños sufridos. La lección ha sido dura y,
nos atrevemos a esperarlo, será provechosa.»
*
* *
El
alzamiento del 10 de agosto, contemplado a los pocos días de su fracaso, se
interpretaba incluso por quienes reconocían un móvil patriótico a sus
inspiradores, como una aventura planeada por hombres poco reflexivos y
prudentes que se engañaron mutuamente figurándose capaces de movilizar fuerzas
o de administrar poderes, que sólo existían en su fantasía. Del descrédito en
que había caído el Gobierno, y de la general repulsa de las gentes hacia los
gobernantes, dedujeron los conspiradores falsas consecuencias. Creían que
bastaba el gesto rebelde del general popular o de un coro de generales para que
el pueblo se sumase entusiástico aclamándoles como salvadores. Influían no poco
en quienes así pensaban el recuerdo de lo sucedido en 1923, cuando el golpe de
Estado de Primo de Rivera, sin pensar que las circunstancias eran muy otras, y
la base del lanzamiento de la rebelión, entonces muy amplia y sólida —toda la
guarnición de Barcelona— en agosto de 1932, no existía.
Los
recursos de un Estado moderno son formidables, y lo hacen prácticamente
invulnerable. La sublevación del 10 de agosto cribada en los Consejos de guerra
y en los procesos ante los Tribunales civiles dejó unos míseros y tristes
residuos. Muy poco o casi nada era lo preparado. Todo se fiaba a la
improvisación y a lo que pudiesen aportar los simpatizantes del golpe que
acudiesen atraídos por el resplandor del triunfo. Sanjurjo, el más ilustre de
los comprometidos, tampoco tenía una idea clara de lo que quería.
Para
el régimen, el 10 de agosto fue un suceso próspero. Gracias a él aglutinó a las
fuerzas republicanas que se dispersaban, robusteció al Gobierno, le permitió
poner a flote al Estatuto Catalán y a la Reforma Agraria, ambas en pleno
naufragio, acabó con la hostilidad de las oposiciones dentro o fuera del
Parlamento y se desvaneció la pesadilla de los generales. De ahora en adelante
el modo de gobernar sería más duro, más hiriente, más radical, más
revolucionario. Las derechas volverían a las catacumbas, mientras Azaña se
afianzaba en el Poder, más clavado que nunca, sin sucesor posible.
LIBRO
SEGUNDO
MEMORIA
CRIMINAL DEL PSOE, IU, ERC Y PNV
CAPÍTULO XXIII.LAS CORTES APRUEBAN EL ESTATUTO DE
CATALUÑA
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